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martes, 07 de mayo de 2024 00:34h.

A todas las mujeres asesinadas

EL ÚLTIMO COLOR DEL ARCO IRIS (Leer más)

Sigo creyendo en la libertad, aunque hayan arrancado de mis labios las pieles de la inocencia... 

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Aunque el grito de mi desesperación haya muerto en el cielo de mi boca virgen, sin que nadie haya escuchado el lamento que, en un susurro, miles de tumbas proclaman en agonía silenciosa...

Y nos acompañan en la eterna ingratitud de la desidia.

Quiero creer que no estoy equivocada, que los siglos de humillación han sido el sueño que quedó en el olvido de la mañana sincera, que vuelve a rectificar su postura indolente, sabia. La misma aurora que nos despierta con el trinar de los pájaros de la confianza: aquellos que regresan a nuestros balcones con sus cantos de un futuro eterno y dulce.

Aunque con nuestros actos los encerremos en jaulas de plata.

Sé que la felicidad no está negada para nosotras, que en algún momento de la historia se escribirá con mayúsculas nuestro hacer y vida, sin que el lodo de la imperfección manche nuestras almas blancas y ungidas con el aceite del olvido inclemente.

¡Vivimos para profesar nuestra ideología de amor! Soñamos para que las pesadillas se queden enredadas entre las sábanas revueltas de la sospecha inmadura e infiel. El miedo que durante siglos ha molido a golpe de fragua y martinete nuestra sensibilidad sempiterna, hundiéndonos en el abismo de la incomprensión doliente y criminal. Pero no odiéis, tal bajeza es imposible de imaginar en unos corazones puros y nobles como los sentimientos femeninos.

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¡Oíd el canto! La música la abrazo con mis oídos ante la pasibilidad de mis dedos acartonados de acariciar las cuerdas de la compasión. Las notas sublimes de la esperanza que fueron tejidas en un violín de sensibilidad y dicha, aunque lo apartaran de nuestro lado para que no escuchemos su sonido magistral, soberbio. Y por esa sublime razón, he decidido no vivir mi eternidad espiritual amarrada a un bramante podrido de abandono. Enmohecido de críticas y gritos anestesiados de impotencia. Poseemos la fuerza necesaria para seguir luchando por aquello que creemos y merece la pena, “la facultad del ser humano de obrar con inteligencia”.

Elegí el destino de los incomprendidos, lo sé, pero no puedo arrepentirme.

Aquí, donde el silencio mece con un vaivén constante nuestros cuerpos quietos y momificados. Aquí, donde la luz se oscurece con los últimos rayos de la alegría, puedo meditar en todo aquello que pude ser, pero que no alcancé, porque el cuchillo de la ignorancia le dio una puñalada a mi corazón, llevándose con su brillante filo de plata aquello que despreciamos con nuestros actos, ¡la vida! Una vida que no nos pertenece, que nos fue regalada en un acto de amor inconfundible, y como hienas hambrientas le damos bocados de insatisfacción ególatra y pérfido. Pudriendo con nuestros colmillos hediondos la tierna carne de la inocencia. Devorando la ingenuidad y la falta de malicia que nos obsequió nuestra madre en su útero imperfecto, y, sin embargo, completo en el mayor grado posible de bondad y humildad.

Absolutamente imparcial y generoso.

Hoy, en la mudez de la locura, siento los pasos que acompañan mi caminar errante bajo el último color del arco iris. Oigo el siseo callado de palabras en una letanía mortuoria que me llevan a preguntarme, ¿dónde estoy? ¡No veo la luz! ¡Tengo miedo! Y mis lágrimas, como gemas heladas, se deslizan por mis mejillas enceradas sin el color lozano de la salud, y mi semblante descolorido luce, como lucen las amapolas de un cuadro que no han terminado y que se queda en el desván del olvido consciente.

Estoy sola…. siempre estuve sola, salvo que ahora es cuando he comprendido el significado de esa palabra extraña en mi vida. Y no entiendo por qué el frío se va apoderando de mi alma, esencia que antaño mantenía caliente de emociones que desbordaban, ¡felicidad! ¡Confianza! ¡Amor! Y ahora, llena de silencio, de quietud y de frío.

Un ingrato helor me acaricia la piel insensible con sus dedos cadavéricos. Soy consciente de que cuenta los minutos para encontrarse conmigo, como un cántico inesperado de aleluya en el erebo de los amargados. Está ahí, blandiendo con sus palmas calientes un aplauso a mi llegada en su regazo oscuro. Intento controlar que no me dé su abrazo de enamorado, pero me desquicia no poder llegar a un entendimiento con el querer que me profesa sin que se lo haya pedido. Niego una y otra vez en un intento de que su beso acerbo no me atrape en el abismo de la negrura de los locos desquiciados, abandonados en el campo de los mártires, sin cruz ni sangre.

¡Dios mío! Me siento sola, y si me siento sola, es porque me han vencido.

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Los restos mortales de Esperanza iban a reposar en el nicho del patio siete del cementerio del Cabañal de forma eterna. El entierro comenzó a las nueve y media de una mañana fría, tormentosa. A esa hora el cementerio apenas había despertado al mundo de los vivos, solo tres personas aguardaban junto a dos operarios del camposanto: el esposo que iba acompañado de los dos policías que lo custodiaban. Los rostros severos no dejaban traslucir ninguna emoción al respecto, nada, salvo vacío y olvido.  

El cortejo fúnebre comenzó su recorrido por la calle principal. El sencillo ataúd de pino sin barnizar cubrió el último tramo sobre la burrilla empujada por dos empleados. El nicho elegido estaba emplazado en la fila quinta: la que nadie quiere porque es la más alta y la más barata. En ese momento de quietud, no hubo responso por el alma de Esperanza, no hubo flores olorosas ni lágrimas de arrepentimiento. El último adiós estuvo exento de familiares heridos por la pena, de compañeros tristes, pero con sus corazónes llenos de empatía, solo asistió el personal de la funeraria, su asesino, y los dos policías que lo custodiaban con sus brazos flácidos de intención, y la mente ausente de la realidad.

Como si el cielo quisiera rendirle un tributo al cuerpo sin vida de Esperanza, comenzó a descargar su pena con una precipitación de agua que resultó inesperada. Llovió, como suele llover en el levante español, de forma torrencial y frenética, con una furia de truenos y relámpagos que iluminaron el cielo con amenazas en esa mañana tétrica y preñada de injusticia: desafuero y tropelía. La lluvia tornó la atmósfera cálida y sofocante. El agua comenzó a recorrer las calles del cementerio, como si quisiera barrer el polvo del Mea culpa que había sido derramado en las grises baldosas del “ahora olvida y comienza de nuevo”.

Mas no lloréis por Esperanza. Es demasiado tarde. Ya no podemos tenderle una gota de agua con nuestro dedo, porque somos infieles renegados de la verdad como Lázaro, incapaces de calmar su sed de incomprensión, en el infierno a donde la hemos enviado con nuestra indiferencia. Con nuestro ego manipulado a sus gritos de ayuda, y que se quedaron inconclusos en el purgatorio de nuestros recelos. Reprimid los quejidos falsos y ácidos de pedantería. Los lamentos que hemos escondido a los ojos de la verdad inquisidora. Fehaciente, para no sentirnos culpables, porque nada podemos ocultar en el mapa de la racionalidad hiriente, conocedora de nuestra apatía criminal, y de nuestra injusticia innata de conocer la barbarie y mantenernos pasivos. Coartad o no vuestra libertad de mostraros horrorizados, pero no dudéis, que otras mujeres nos van a necesitar en breve, y seguiremos estando allí para volver a ignorarlas.     

A todas las mujeres asesinadas.                                                                          

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Relato finalista en el Certamen Literario Carmen Martín Gaite del año 2009.

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Arlette Geneve (María Martínez Franco)

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