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martes, 07 de mayo de 2024 00:34h.

La mirada que me atravesó el corazón

El niño que vino del desierto

Hoy traigo una historia que tuve la suerte de poder vivir directamente y que dejó una muesca imborrable en mi corazón y en el de mi familia. 

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Algunos habréis oído hablar del programa “vacaciones en paz”. Esto es algo que organiza el gobierno español en colaboración con el Pueblo Saharaui. Los saharauis viven en campamentos de refugiados en el desierto de Argelia, ya que su país les ha sido arrebatado por Marruecos en el año 1975 con el beneplácito del gobierno español y la vista gorda de la ONU.

Pues bien, esta gente lleva mas de 35 años viviendo de prestado en unas condiciones infrahumanas. Es difícil imaginar lo que debe ser vivir en el desierto del Sahara, en tiendas de campaña, sin agua, con temperaturas de 50 grados de día y con muchísimo frío por las noches… Pero los saharauis, son un pueblo con determinación. Han decidido sufrir esas condiciones de vida como algo transitorio, porque no se resignan a perder su país, y pretenden que se haga un referéndum controlado por la ONU. En esta espera llevan casi cuarenta años y, a día de hoy, continúa sin resolverse su situación.

Aun así, y a pesar de las durísimas condiciones de vida, están organizados como si se tratara de un país en situación normal.

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Las mujeres allí no están discriminadas, estudian y trabajan igual que los hombres. Todos los niños y niñas están escolarizados. Hacen los estudios primarios y secundarios en los campamentos y después, los que quieren ir a la universidad, hasta no hace mucho iban sobre todo a Cuba, país que siempre les brindó su apoyo. Pero, aunque el gobierno cubano es solidario con ellos, carecen de recursos debido al embargo internacional al que también ellos están sometidos. Así que la mayoría de los estudiantes van a Argelia, y otros a España, Francia e incluso Italia. Estudian sus carreras con el fin de volver allí, a los campamentos, y servir a su pueblo como médicos, o maestros, o lo que sea que hayan estudiado.

El pueblo saharaui no se rinde ni pierde la esperanza de recuperar su país. Pero esto les supone muchísimas carencias de todo tipo, sobre todo de alimentación. Consumen todo enlatado, nunca pescados, ni carnes frescas, y los niños tienen muchos problemas de salud por las carencias vitamínicas de esa exigua alimentación.

La mayoría no conocen el mar, aunque saben porque sus padres se lo cuentan desde pequeños, que el país al que pertenecen y que les pertenece, tiene un mar hermoso e inmenso y que en las viviendas hay agua para bañarse y para beber. Pero las explicaciones nunca son suficientes ni para los niños, ni para los padres; los primeros porque ya han nacido en el desierto y no son capaces de imaginar la inmensidad del mar, y sus padres, porque el dolor de ver a sus hijos viviendo en esas condiciones, sin poder conocer todo lo que ellos algún día tuvieron, no les sirve de consuelo.

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No obstante, siguen luchando y defendiendo sus derechos como pueblo avasallado, con un gobierno no reconocido por Naciones Unidas, pero un gobierno que ellos eligen, ya que están perfectamente organizados a pesar de la precaria situación en la que viven.

Cada verano, por medio del programa “Vacaciones en paz” tratan de sacar a los niños de allí como reconocimiento a sus estudios. Lo hacen como un incentivo para que estudien más, pero también para que se alimenten y se les hagan chequeos médicos en hospitales con medios de los que ellos carecen.

En esto colabora el gobierno español, probablemente les remuerde la conciencia a los políticos de turno, ya que cuando España abandonó la colonia dejó al pueblo saharaui a merced de Marruecos, que se repartió el territorio con Mauritania.

Colaboran también en este programa Italia y algún país más.

Cuando conocimos esta realidad, mi marido y yo se lo explicamos a nuestros hijos y les dijimos que íbamos a poner nuestro granito de arena para ayudar a esta gente, trayendo un niño a pasar el verano con nosotros. A ellos les encantó la idea, tengo que decir que mi hijo mayor tenía en aquel momento 17 años y el pequeño 9.

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Los niños llegaron en avión al aeropuerto de Labacolla en Santiago de Compostela, y nos los trajeron hasta O Barco de Valedoras en autobús.

Fuimos a recogerlo mi marido y yo, junto con mi hijo pequeño David. Allí estaban también todas las demás familias acogedoras. Fue impresionante ver bajar del autobús a aquellos niños y niñas de piel oscura y grandes ojos negros, vestidos todos con una túnica azul turquesa a modo de uniforme por encima de sus ajadas ropas.

Su aspecto era muy frágil, seguramente por lo esqueléticos que estaban. Sus miradas eran increíbles; como de esperanza y a la vez de gratitud, pero también reflejaban un poco de tristeza, tal vez porque en unos meses no podrían ver a sus familias.

La trabajadora social del Ayuntamiento encargada de este tema, que fue además, la que visitó las casas de cada familia acogedora asegurándose de que los niños estarían bien, hizo las presentaciones otorgándonos a cada familia “su niño”.

Cuando dijo nuestro nombre, nos levantamos acercándonos hasta ella que sostenía la mano de uno de aquellos pequeños

—Este es Ahmed Baba Sal, desde hoy será vuestro niño del Sahara— nos dijo.

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Me quedé sin palabras al ver su mirada llena de esperanza puesta en mí y en mí familia, me dio la mano y ya no me soltó hasta que montamos en el coche. Mi hijo pequeño no decía nada, sólo lo miraba con curiosidad, y como la cosa más normal del mundo, se acercó a él y cariñosamente lo cogió de la otra mano. Era como si intuyera toda la tristeza mezclada con alegría que invadían a Ahmed. Como si con su mirada y su acercamiento tratara de decirle “— no te preocupes, ya verás que bien vas a estar con nosotros—” De hecho, pronunció aquellas palabras mirándolo a los ojos, y alternando su mirada con la mía añadió “—Crees que me entiende, mamá—“Yo asentí con la cabeza sin poder pronunciar palabra, emocionada.

Cuando llegamos a casa le enseñamos su habitación, la compartiría con David. Ahmed traía una mochila pequeña y la dejó encima de la cama.

Le ofrecimos para comer de todo lo que se le puede ofrecer a un niño de doce o trece años, comió poco, casi nada. Sin embargo, estuvo bastante rato sentado en el sofá, mirando la televisión como hipnotizado. Absolutamente todo era nuevo para él.

Por supuesto nunca había visto un baño, ni el agua saliendo por el grifo. Supongo que no era fácil para él asimilar tanta información, tantas novedades... De ahí su mutismo, algo que nos mantuvo muy preocupados pensando que, tal vez echaría de menos su tierra y sus gentes. Probablemente fuera así, pero también lo era todo el cúmulo de novedades y situaciones completamente nuevas que se le presentaban.

Esa primera noche después de cenar, me cogió de la mano y me llevó hasta la habitación, buscó algo en su mochila, yo pensé que se trataba de algo para dormir, un pijama quizás, pero allí no había ropa, lo único que traía eran regalos para nosotros. Pulseras y collares de abalorios y de madera para “mamá”, y un enorme lagarto disecado para “papa”, estas eran las únicas palabras que sabía en español. Luego sacó más pulserillas para David. Su cara de felicidad por poder corresponder a nuestra hospitalidad con sus regalos, me emocionó.

Más tarde llegó Pablo, mi hijo mayor. Lo saludó cariñosamente, pero Ahmed se quedó muy callado y lo miraba constantemente, no sabíamos que era lo que le pasaba.

Pablo lo llevó a la habitación, sacó del armario unas camisetas muy chulas, un pantalón corto y unas zapatillas de deporte, que había guardado para él y se las dio. Ahmed lo abrazó dándole las gracias, entonces cogió la mochila en la que había guardado su túnica y se la ofreció. Mi hijo no quería que el niño se desprendiese de la única posesión que le quedaba, pero Ahmed le insistió tanto, con gestos y palabras en su idioma, que tuvo que aceptarla.

Con el tiempo supimos lo que había pasado aquel día; Ahmed no contaba con que había otro miembro más en la familia, había repartido todos sus regalos y ya no le quedaba nada para obsequiarlo, así que le dio lo único que le quedaba, la túnica, su única vestimenta,

Fue curioso, cuando después de unos días de convivencia, hubo una tormenta de verano y comenzó a llover fuertemente. De pronto vimos correr a Ahmed escaleras abajo, y nos fuimos todos detrás de él llamándolo preocupados, él sin escucharnos, salió al patio y allí en medio levantó los brazos empapándose con el agua de lluvia y riendo a carcajadas. Mi hijo pequeño, que ya sabía muchas cosas del Sahara, nos miró y muy lleno de razón nos dijo:

—Dejadlo, necesita sentir la lluvia, en su pueblo no llueve nunca.

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Mi marido y yo nos emocionamos sin saber muy bien si eran las conmovedoras palabras de nuestro hijo, o la desconcertante reacción de Ahmed, lo que embargaba nuestros corazones.

Otro día emocionante, fue cuando descubrió la bicicleta, tenía tantas ganas de montar en ella, que nos aseguró que sabía manejarla. Mi hijo mayor me miró y negó con la cabeza

—Mamá, él dice que sí, pero yo creo que no ha montado en bici en su vida.

—Sujétalo por el sillín— dije yo mirando desde la ventana.

Claro que no sabía, pero era tal su empeño que en media hora había aprendido. Estaba tan contento, que desde la bici me saludaba sonriendo y gritando.

—¡Mira mamá, Ahmed sabe! —

Fue memorable el día que lo llevamos a la piscina por primera vez. David me miraba preocupado

—Mami, yo creo que no sabe nadar, pero él dice que sí, seguro que pasa lo mismo que con la bici.

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Me dio la risa, porque efectivamente, no sabía nadar, pero no se cortó un pelo y en cuanto vio a los niños tirarse en bomba, hizo lo mismo. Yo estaba pendiente de lo que ocurría y me emocionó ver como todos los amiguitos de David, se ocuparon de cuidarlo y ayudarlo constantemente. Al terminar la tarde se manejaba en la piscina como pez en el agua.

Pero lo que más le gustaba era jugar al fútbol, y ahí sí que fue él el que impresionó a los demás niños. Después cada vez que jugaban, todos lo reclamaban para su equipo.  

Podría estar folios y folios contando cada detalle de aquel verano; cuando lo llevamos a la playa, o cuando nos fuimos a la aldea a pasar unos días y asistimos a una boda familiar que allí se celebraba.

Fue una experiencia muy gratificante para nosotros, pero sobre todo para nuestros hijos, porque supuso para ellos una gran enseñanza de vida.

Se dieron cuenta de lo mucho que tenemos mientras otros viven sin nada, del agua que malgastamos y que otros no tienen, de la comida que despreciamos porque no nos gusta… Pudieron ver de cerca el otro lado del mundo, ese que vemos en los informativos a diario, y que de tanto verlo ya no nos dice nada.

Aprendieron que compartir es dar de lo que uno tiene, y no lo que le sobra, y un montón de cosas más que no olvidarán en su vida. Como tampoco mi marido y yo olvidaremos a Ahmed, aquel niño que vino del desierto, flacucho, de ojos grandes y negros, cuya mirada se clavó en nosotros como si fuésemos su tabla de salvación, esa mirada nos atravesó el corazón y se quedó allí para siempre.   

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Mencía Yano

http://www.menciayano.com